diumenge, 26 de juliol del 2009


STROMBOLI

(Stromboli, terra di Dio)

1950

Cuando Roberto Rossellini conoció
a una mujer llamada Ingrid Bergman

A fines de los años ‘40, una película de Roberto Rossellini –hasta entonces uno de los nombres paradigmáticos de lo que dio en llamarse “neorrealismo”– lo enemistó definitivamente con algunos de los hermeneutas más ortodoxos de ese movimiento cinematográfico. Con películas como Roma, ciudad abierta (1945) y Paisà (1946), Rossellini había consumado dos de los hitos de esa corriente, caracterizada por el rodaje en escenarios auténticos, la utilización como actores de gente de la calle, la sencillez estilística y la atención prestada a cuestiones sociales y políticas. En 1949 Rossellini presentó Stromboli, en la que cometía lo que para los defensores de la doxa neorrealista resultaron pecados irredimibles.
Si bien la película había sido filmada en escenarios reales, contaba con una mayoría de actores de la propia zona de rodaje, ostentaba el más simple de los estilos cinematográficos y tenía una fuerte presencia del entorno físico y social, había un pequeño problema con la protagonista. Se trataba nada menos que de Ingrid Bergman, una de las máximas estrellas de Hollywood. Y Rossellini parecía excesivamente interesado en explorar la intimidad del personaje protagónico, en una medida que para críticos como Guido Aristarco (gurú máximo de la doxa) fue sinónimo de aburguesamiento y abandono definitivo de la causa del cine social y político. En verdad, este juicio sumario entrañaba una serie de malentendidos, teñidos de un alto grado de dogmatismo e intolerancia ideológica.
Por un lado, Rossellini ya había recurrido a estrellas anteriormente, aunque no provinieran de Hollywood: el protagonismo de la superestelar Anna Magnani era uno de los rasgos salientes de la mismísima Roma, ciudad abierta. Por otro lado, un género tan codificado (y tan esencial a la cultura italiana) como el melodrama estaba ya en la base de los films más canónicos del neorrealismo, desde la propia Roma... hasta Ladrones de bicicletas o Umberto D. Lo que sí es cierto es que Stromboli marca, en la obra de Rossellini, un decidido viraje hacia la esfera de lo íntimo, cuyo primer paso había sido L’amore (1947/48) y se consolidaría más tarde. Hasta que, en los años ‘60, Rossellini daría un nuevo golpe de timón a su carrera, con el abordaje de grandes frescos históricos.
La Bergman le había enviado al cineasta una carta en la que confesaba su profunda admiración y se ofrecía a actuar para él, cuando aquél así lo dispusiera. Rossellini aceptó el convite. No bien descendida del avión la actriz de Casablanca, lo que hubo entre los dos fue flechazo. De allí al matrimonio, tres hijos en común y un puñado de películas, no hubo más que un paso; hasta que a mediados de los ‘50 todo terminó en separación. Más allá de l’amore entre ambos, si hubo en la historia del cine una actriz que invitara a la cámara a los primeros planos y la exploración de la intimidad, ésa fue Ingrid Bergman, cuya mirada era algo así como un pasaje perfecto al mundo de las historias más hondas.
Sobre el final de la película, el personaje de Ingrid Bergman (una emigrada lituana de posguerra llamada Karin) atraviesa a solas la cima de un volcán para –tras despojarse de todas sus pertenencias– terminar vislumbrando la posible presencia de un orden superior.
Parábola de matriz cristiana sin duda, en Stromboli Karin es presentada como una mujer mundana, soberbia y habituada a lujos y comodidades de la civilización. Para ella, la roca dura y la vida austera que caracterizan a la isla sureña de Stromboli representarán una ascesis no buscada, pero inevitable. Ese rostro y esa roca encarnan a su vez, para Rossellini, el punto exacto en que su cámara comienza a descubrir, en lo real y lo íntimo, partes de una misma verdad, de allí en más objeto primordial de sus búsquedas cinematográficas.